jueves, 5 de agosto de 2010

Una buena razón para no ver al cielo en San José

El reloj de la avenida central marcó las cinco de la tarde. En el café del bulevar, Matías miraba con insistencia a la camarera a la espera de que se apiadara de él y le trajera la cuenta. Tenía media hora de esperarla y ella no había llegado. No hay nada más evidente que un idiota plantado, se dijo. Y cruzó los dedos para que la mujer que le traía la cuenta de sus dos cocomalt no se lo hiciera notar demasiado. No me maltrates querida, pensó. Una bandada de palomas se elevó desde la plaza de la cultura y se aparcó con espléndida sincronización en los aleros del teatro nacional, dejando tras de sí su consabida cuota de cagadas sobre los transeúntes. A quién le importa, pensó Matías, después de todo, ni me gustaba demasiado. La había conocido una semana atrás a la entrada del cine Variedades. Ella había ido a buscar a su sobrina, o algo por el estilo, y estaba a las afueras del cine esperando que saliera la función. El había llegado a recoger a su hija Carlota, pues ese día tenía derecho a verla, pero su ex mujer le había dicho, Por favor Matías, dejáme ir a ver la película con Carlota, mirá que hace días me estaba pidiendo que la trajera a ver el especial de la Sirenita en Navidad, y la verdad es que no quiero desilusionar a la niña, y él para no tener más problemas con su ex amada, dijo que sí, que llegaba a recoger a la niña a la salida del cine. Y ya tenía media hora de estar ahí porque se equivocó y llegó más temprano de la cuenta, y entonces que mira para el cielo y le pide a Dios que por favor le ayude en su vida que está más enredada que yoyo de tonto, y entonces que vuelve a ver a la muchacha guapa de colochos y de pronto ella dice: Qué calor, verdad, le dijo la mujer del vestido rojo algo acongojada por estar, como él, haciendo tiempo a las afueras del cine, y él sorprendido, que sí, que qué calor, y para sus adentros, qué guapa, y qué mandada, como me habló sin conocerme. Y de la boca para afuera.
Sí, qué calor, verdad, y ella, sí, y sus ojos que eran café, o verdes?, ya no me acuerdo, y entonces, dijo ella, va para la próxima función, y el que no, que esperaba a su hija Carlota, y sin saber porqué, se abrió como una mujer agredida, a contar sus desgracias sobre su matrimonio fracasado con esta perfecta desconocida, y ella resultó ser una buena oyente, y le tuvo paciencia, y al final, de dónde es, y ella de aquí, de Moravia, y él mirá que casualidad yo soy de Coronado,  y usted en qué trabaja, Ah, yo hago análisis de crédito para el Banco de San José, y ella, uy, si somos vecinos, yo trabajo en el banco popular, aquí no más, detrás de la catedral. Y él que bueno, tal vez un día podamos tomarnos un café, y ella que sí, que claro, y cuál es su correo, y entonces se lo dio, y después saluditos por correo, y antes que terminara la semana ya se estaban hablando por chat y mandándose mensajitos de esos cursis, y presentaciones de power point con mensajes de Pablo Coehlo. Y ella que qué lindo, si usted es todo un poeta, y él, no es para tanto, pero sí escribo algo de vez en cuando, de verdad, a mí me encanta la poesía, y luego un helado en la macdonalds el viernes, claro, y para el lunes, bueno, tal vez un cocomalt a la salida del trabajo, en el café del bulevar. Y ese café era hoy, pero ya son las cinco de la tarde, y no llegó.
La camarera trajo la cuenta. Diablos, dos cocomalt para un tipo plantado por cuatro mil pesos, qué atraco. Y salir a la calle, y toparse a los compañeros de la oficina. Y ya hace frío y yo sin suéter, se dijo Matías, un frente frío había dicho el mentirológico, pero él no le había creído y ahora estaba por llover y aquí plantado en el centro de San José, me lleva el diablo, le creí a la que no le tenía que creer, y al que le tenía que creer no le creí, y por eso ahora me lleva el diablo, me voy a mojar. Que diantres, y qué rabia con las parejas felices, que se las lleve el diablo. Indiferentes los maniquíes de las tiendas le hacen muecas burlonas por allá, por el antiguo cine Rex, y el puto macdonalds con sus helados de quinientos pesos. Todo para irme solo y mojándome aquí, en el puro centro de San José, y a la vuelta de la esquina que me topo a la susodicha que me dejó plantado, con un tipo tres veces mejor vestido que yo y una y media vez más guapo. Tan lindo San José, y ella que me ve y que se cruza de acera la desgraciada. Y yo que vuelvo la vista al cielo pidiendo clemencia, pero solo veo estas putas palomas volando porque ya va a llover, y es, o me parece, pero ahí viene una cuita.
A veces no es bueno mirar tanto para el cielo.

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