jueves, 5 de agosto de 2010

Cuatro segundos

El reloj marcaba la 1:07 de la madrugada. El hombre no llegó a escuchar el disparo. Ni cuenta se dio. La bala entró por su espalda, a la altura del pulmón derecho. Primero, como es natural, rompió la camisa con solo tocarla. Penetró la dermis, la epidermis y el tejido adiposo. Luego avanzó. Por el tejido muscular, rompiendo tendones y ligamentos, provocando un pequeño sangrado inmediato. Luego atravesó el pulmón, esa esponja que recoge y filtra aire, y entonces sintió el vacío de su cuerpo llenarse con sus propios líquidos, de inmediato lo anegó esa sensación de ahogo, la bala siguió su curso, la herida no tenía un diámetro mayor a los cuatro milímetros. El hueco se hizo más y más profundo, y la bala se hizo campo a través de la cavidad torácica, hasta romper la tercera costilla, astillándola, el sonido imperceptible fue el mismo que hace un lápiz al ser quebrado. La bala seguía avanzando, haciéndose campo ignorando los daños, sin conciencia, hasta atravesar de nuevo el tejido muscular, y salir por el pecho, romper del lado del frente. El hombre cayó de rodillas sin saber aún qué le había pasado, mientras la sangre empezaba a teñirlo por dentro y por fuera. La bala siguió su curso, hasta perderse en lo profundo de la noche. Y caer exhausta doscientos metros más allá, luego de chocar ya sin fuerza y sin impulso contra una pared de concreto, para entonces el hombre se ahogaba sin remedio en su propia sangre, con apenas la conciencia suficiente para saber que no habría un mañana. Habían pasado cuatro segundos. Todavía el reloj marcaba la 1:07 de la madrugada.

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