jueves, 5 de agosto de 2010

Noche de velas

Si es eso lo que querés escuchar, pues bien, es cierto. La noche en que conocí a mi suegro yo estaba resfriado como el que más. Hay quien dice que solo era un catarro. Pero fue suficiente para dejar la peor primera impresión que pudiera dejar a alguien. Pudo ser peor. Siempre puede ser peor. Como dije, estaba acatarrado, estoy seguro que con fiebre, pero aún así llegué a la cena en casa de mi novia Nené a la hora convenida. Siete en punto, me había dicho ella, con su tonito de reclamo previo y para evitar el reclamo posterior, procuré estar allí, a la entrada de su casa en Barrio Luján, bien planchado y oliendo a agua de colonia cinco minutos antes de las siete. Al tocar la puerta mis nervios se mezclaron con el catarro, y fue irremediable que me sudara la mano cuando conocí a mi suegro. 

Más adelante, traté de disimular toda la noche mi estado, pero a la hora de servir los platos, para mi desgracia, mi suegra puso en frente de mí aquella crema de cebollas que me puso a sudar como un maldito, y justo cuando iba por la mitad del plato, no pude reprimir aquél estruendoso estornudo que provocó el caos en la mesa. Mis tristes mocos fueron a dar al plato, y del plato salpicaron a todos los comensales en una mezcla perfecta de crema de cebollas, espesos como el resto de mi nariz. Mi suegro nunca me volvió a hablar.

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