jueves, 5 de agosto de 2010

La puerta

Caía la lluvia sobre la ciudad. El frío le calaba los huesos. Tenía nueve años, un diente roto, una cicatriz en el brazo, pero no tenía memoria. La puerta de madera del orfanato se abrió con un rechinar de bisagras viejas. Una gotera lejana hacía ecos por los pasillos fríos y lánguidos, mientras sus pasos retumbaban aquí y allá. La luz de la tarde ya menguaba y caminaba con cara de miedo detrás de la institutriz. Las sombras de los santos de yeso se proyectaban amenazantes sobre el corredor. Las paredes descascaradas por el tiempo y la humedad parecían dibujar figuras fantasmales en sus costados. Luka miraba hacia todos lados y a ninguno, con los ojos de la primera vez. Todo era mucho más grande de lo que se había imaginado. Dos chiquillos lo miraron desde el umbral de una habitación y corrieron a esconderse al percatarse que la mirada de la institutriz se dirigía a ellos.
-Las reglas son muy simples. A las cinco de la mañana todos deben estar bañados para ir a misa. Después es la hora del desayuno y luego deben ir a la clase con el padre Antonio, le dijo con voz severa.
Un hombre ataviado con sotana negra se acercó con paso decidido.
-Así que usted es nuestro amigo Luka, dijo el extraño con una sonrisa ladeada que le otorgaba un aspecto de severidad.
Luka asintió en silencio.
-Espero que nos podamos llevar bien. Dios te ha traído aquí para que ya no seas una oveja descarriada.
El Hombre le sacudió la melena y los dejó seguir adelante. Esta es tu habitación, dijo la institutriz al dejar a Luka a la entrada de una gran habitación con una docena de catres alineados en dos filas de seis. Al lado de cada cama había una especie de estantes para que los niños pusieran allí sus efectos personales.  Luka se preguntó donde estarían los demás. La institutriz pareció advertir la duda en el gesto del pequeño.
Los demás niños están en la hora de la cena. Lamento que te hayan traído tan tarde. Por ahora puedes acomodarte y luego te llevaré a la cocina para que te den algo de comer. No queremos que ninguno de nuestros niños pase hambre, le dijo. Luka asintió en silencio. La mujer se dio la vuelta y lo dejó solo, cerrando la enorme puerta tras de sí. El sonido retumbó en la habitación, apenas iluminada por una lámpara de canfín que emitía una claridad menguada que producía un efecto poco tranquilizador. Por la ventana se asomaba la sombra de un gran árbol cuyas ramas amenazantes golpeaban las enormes vidrieras. Luka sintió un vacío en su estómago. Acomodó sus cosas tratando de no prestar atención a las sombras, pero era imposible no escuchar el siseo del viento que se colaba por las rendijas. Un grito rayó el silencio, y a la izquierda del salón vio una sombra. Levantó la vista en busca del objeto que proyectaba aquella figura en la pared, pero no encontró nada. Armándose de valor, se acercó a la pared, un paso a la vez. Sintió el golpeteo propio del miedo en su pecho, pero no tenía a quien llamar, ni tenía adónde ir. Nada. No había nada. Se acercó a la pared y poco a poco notó que las líneas que antes le parecían una sombra eran en realidad una especie de dibujo en la descascarada pared. El dibujo de una puerta sobre la pared. Se acercó y fue entonces cuando escuchó las voces, eran unas voces lastimeras, suaves susurros de voces infantiles que provenían de la pared. Empujado por su curiosidad y por su propio miedo, acercó su oreja a la pared para escuchar. Entonces los oyó con claridad. Aléjate, Aléjate, no vengas, pero al mismo tiempo le parecía que lo llamaban a acercarse más, cada vez más, Era imposible ignorarlo, hasta que estuvo tan cerca que pudo oler los sonidos al otro lado. Y fue entonces que desde la pared, la puerta se abrió.

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