miércoles, 27 de mayo de 2009

Demonios en la memoria

Cáp. I
Lunes.

¿Por qué?, preguntó Felipe Roa, y la pregunta se añejó en el aire antes de desvanecerse, como una bocanada de humo. El recuerdo del sabor cobrizo de la sangre estremeció a Marcos Sarmiento, y un estertor de miedo le trajo del pasado la textura seca del ciprés entre los dedos. Roa, ignorante de lo que pasaba por la cabeza de su defendido, repitió la pregunta.
¿Por qué?, insistió el abogado, pero sus palabras repicaron sin respuesta en el salón, y en el techo empezó a escucharse el aguacero atronador que anunciaba el final de la tarde. Sarmiento seguía ido, absorto en la contemplación del haz de luz que se colaba por la rendija de una puerta falsa a su izquierda donde perdía la mirada mientras se despertaban en él recuerdos que el abogado jamás podría imaginar.
Roa insistió, ¿Por qué?, y apostilló ¿Por qué los mataste?
El viento ululó afuera trayendo un quejido vago y misterioso que estremeció al unísono todos los pabellones de La Reforma. El aire viciado se tornó frío. Estaban solos en una sala tan vieja como el mismo reformatorio destinada a entrevistas de los indiciados. El lugar era pequeño, mal iluminado y por todo mobiliario contaba con dos sillas, una mesa plástica, y una maseta despoblada de toda vegetación. La sala tenía además, dos puertas, la primera por la que ambos entraron media hora antes, a la izquierda de Roa; la otra, a la izquierda de Sarmiento y que no daba a ninguna parte. Roa se acomodó la corbata esperando una respuesta pero solo cosechó el silencio de Sarmiento acompañado del golpetear de la lluvia.
Entonces retomó el legajo de documentos y miró una vez más las fotografías que incluía el expediente. Las extendió sobre la mesa esperando que Sarmiento reparara en ellas, pero fue inútil. Entre las fotografías Roa esperaba alguna reacción de Sarmiento, en especial en aquella donde se veía en el suelo del destartalado tugurio donde lo apresaron, un pequeño prendedor, que era hasta ahora la clave absoluta que podía descifrar el misterio que aquél reo significaba para el abogado. Aquélla pequeña y miserable pieza de cobre, que fue recogida como una parte insignificante de la evidencia y que no calzaba para nada, ni en el tiempo ni en el espacio, para Roa. El mismo prendedor, al entender de Felipe, era el mismo que había visto tantas veces en el saco de su padre.
Sin embargo, Sarmiento seguía ido, abstraído en cuerpo y alma de cualquier estímulo que tratara de reavivar Roa. El prisionero seguía ido, mirando la luz que se colaba por la rendija de la puerta falsa. Sus recuerdos lo llevaban a un lugar muy lejano en el tiempo y el espacio, un lugar inaccesible para Roa y donde el sol abrazante del medio día de un miércoles cualquiera rebotaba desde un cerro sin nombre trayendo consigo el resplandor del verano ardiente.
En sus recuerdos, Sarmiento se vio pequeño, a sus ocho años, cuando solo era un chiquillo menudo y cenizo. Estaba con su hermano Mariano que era tres años mayor que Marcos, dando de comer a unas terneras dentro de un destartalado corral, mezclando una miel espesa y negra con un poco de agua que echaban sobre la batea llena de pasto y picadura de vástago donde las bestias arrimaban los hocicos mansos y húmedos. Una vez que terminaron, Mariano, se volvió como se volvía las contadas veces en que lo participaba de un gran secreto.
Mirá lo que conseguí, dijo Mariano, caminando hacia uno de los estantes de la galera. Metió las manos debajo de unas bolsas y sacó un viejo revólver calibre veintidós. Era un revólver pequeño, pero en las manos de su hermano, a Marcos le parecía enorme. Marcos abrió fuertemente los ojos.
Y mi papá sabe, preguntó. Mariano se encogió de hombros y le dijo que se lo había regalado uno de los guerrilleros que había llevado los sacos con los rifles.
Es para cuando tenga que pelear contra la Guardia, dijo Mariano, tomando una pose de hombre importante. Marcos no entendía muy bien porqué había que pelear contra la Guardia, pero sí sabía que su padre estaba dispuesto a pelear, porque decía que eran unos perros hijueputas, y aunque no entendía bien qué significaba todo eso, intuía que hacían cosas malas y por eso había que matarlos.
Solo tengo una bala, mirála aquí, dijo abriendo el tambor seco y oxidado del revólver. Le voy a pedir más a mi papá, pero todavía me hace falta decirle que la tengo, añadió. Luego cerró el tambor que dejó escapar un leve chasquido, y le dio vueltas con la palma de la mano, tal y como había visto al guerrillero que se lo dio. Marcos volvió a abrir muy fuerte los ojos que parecían salírsele de las órbitas, como si quisiera que cada una de las vueltas de esa pieza donde se escondía la bala, le quedara grabada en la retina. Mariano escondió de nuevo el revólver en el estante, y le dijo con la voz secreta de los secretos a Marcos, Papá no puede saber nada todavía oíste, si se da cuenta te mato.
Marcos tomó muy en serio la amenaza de su hermano, y trató de apartar la idea del revólver de su mente, aunque sabía de sobra que eso iba a ser bien difícil. Desde afuera escucharon la voz de su padre que los llamaba, y salieron al patiecillo, que quedaba un poco separado de la casa.
Era abril y se preparaban para la cosecha. El viento levantaba nubes de polvo desde el camino que se levantaban enviciando el aire. Mariano trabajaba en silencio, Marcos al contrario, preguntaba por todo y rendía poco, al fin y al cabo no era mucho lo que se le podía pedir a un chiquillo de su edad.
En el traspatio de la casa su madre terminaba de palmear tortillas. Cada cierto tiempo notaba que su padre miraba hacia el cerro, esperando la aparición de una escuadra de guerrilleros que debían llevarse unos pesados sacos llenos de rifles. Marcos no sabía quién iba a necesitar tantos rifles, pero era obvio para qué. Solo sabía que el hecho de tenerlos en la casa tenía a su padre de muy mal humor, y que esperaba ansioso a los tales guerrilleros para que se los llevaran. Eso iba a pasar precisamente ese día.
Mientras tanto, todo debía seguir igual, les había dicho su padre. Para Marcos, de todas formas, lo mismo daba, ya que al final ni si quiera le habían dejado jugar con ellos. Pero lo que aún no terminaba de comprender era porqué habían tirado los sacos con los rifles en la letrina que estaba construyendo su padre.
Los muchachos terminaban de salir del corral cuando Fulgencio Sarmiento, que así se llamaba el papá de Marcos, le pidió ayuda a Mariano para terminar de prensar un queso para regalar a los guerrilleros.
Viendo que el pequeño se quedaba sin nada que hacer, y sabiendo de sobra que odiaba que lo mandaran a ayudarle a su mamá, Fulgencio Sarmiento le dio un balde y le pidió que bajara a la quebrada a traer más agua. A Marcos siempre le entusiasmaba que lo pusieran a hacer algo que creía importante, y agarrando el balde caminó en dirección al río, porque para él siempre era algo importante ir al río y traer agua.
Al bajar, una bandada de garzas levantó el vuelo elevándose a gran altura, dio un rodeo en el cielo diáfano que dejaba traslucir un azul profundo, luego las garzas dieron un amplio rodeo y se posaron de nuevo sobre los pastos verdes y brillantes a esa hora del día. Sarmiento siempre se impresionaba al ver a aquellos pajarracos grandes y blancos levantarse todos al mismo tiempo y hacer círculos en el aire. Siguió caminando y conforme avanzaba, pensó en cuántos guerrilleros habrían de llegar ese día, pues era evidente que eran muchos, en vista de la cantidad abrumadora de tortillas que estaba preparando su madre.
Cruzó el portoncillo y llegó al río, que para ese verano estaba casi seco, tanto que se podía cruzar a pie sin ningún problema. La sombra de los robles refrescaba el aire y sobre las piedras el agua bajaba jugueteando. Marcos se distrajo buscando crías de camarón de agua dulce. Puso el balde a la orilla y empezó a tantear debajo de las piedras a los lados del estrecho margen, donde sabía de sobra que se ocultaban los bichillos, tal y como le había enseñado Mariano.
Como no alcanzaba a encontrar el escondite de los bichejos, metió los pies en el lecho del río y sintió el agua fría entre los dedos. Metió las manos más adentro, por debajo de las piedras y tanteó un camaroncillo y al momento en que lo trató de atrapar, el crustáceo lo prensó con sus tenazas. Marcos abrió los ojos con fuerza, dijo uno de aquellos palabrones que le oía decir a su papá cuando estaba de mal humor y sacó la mano a prisa. Decidió que mejor dejaría a Mariano ocuparse de la caza de aquellos bichejos y se sentó en una piedra, metió el balde en el lecho del río y dejó que se llenara despacio.
La brisa era refrescante, nada que ver con el aire viciado de la galera, donde el calor se volvía insoportable. Escuchó el murmullo del río y se preguntó desde dónde venía tanta agua, pues si bien era verano y era muy poco el torrente, notaba que seguía bajando uniforme, sin menguar, produciendo un sonido tenue y adormecedor. Alzó la vista y contempló los cerros dejándose abrazar por el viento que le dibujaba trazos en la espalda.
De pronto comprendió que había durado demasiado y se asustó al pensar en la regañada que le iban a pegar sus padres por atrasarse tanto. Tuvo miedo de que en cualquier momento llegara Mariano a anunciarle que lo estaban buscando, tal y como le había pasado varias veces, y se apresuró a sacar el balde del riachuelo. Con gran esfuerzo, logró levantar el tarro y empezó a caminar, abrazando su trofeo, salpicándose todo a medida que caminaba. No había dado diez pasos cuando se había echado ya casi la mitad del agua encima, cosa que aunque no le hacía gracia, tampoco le desagradaba demasiado, en vista de que cada tropezón implicaba un refrescante manotazo de agua en su cara.
Mientras estaba en su faena con el dichoso balde, no se dio cuenta en qué momento los guardias aparcaron el jeep a la salida del camino. Tampoco a los hombres vestidos de verde olivo cruzar hasta el portón de la entrada, ni se percató de la sonrisa ingenua y nerviosa que se dibujó en el rostro de su padre aparentando alegría por ver a los hombres de La Guardia. No los vio empujar a su hermano contra la vieja pared de bahareque, ni el momento en que le pusieron el fusil en la frente. Marcos nunca vio, ni se llegó a imaginar si quiera, como fue que sacaron a su madre del pelo, y tiraron contra la pared, ni supo, como lo supo su padre que los iban a matar.
Tres de los guardias caminaron con paso marcial hasta la letrina y uno de ellos botó a patadas la puerta que poco antes acababa de colocar su padre, y tampoco los escuchó gritar que habían encontrado lo que buscaban en el hueco donde se suponía que iba a parar la mierda. Allí estaban los rifles, tal y como les habían informado. Fulgencio Sarmiento apretó los puños y trató de lanzarse sobre los hombres armados justo en el instante en que uno de ellos le sembraba dos disparos en la frente a Mariano, y como su madre se lanzó hacia uno de los guardias, y ya no era una mujer muy joven ni bonita, le dispararon a quema ropa. Acto seguido también llenaron de agujeros a Fulgencio, acusándolo de traidor y de perro hijueputa.
Cuando Sarmiento subía con el balde lleno de agua, escuchó los disparos, corrió a ver qué pasaba, subiendo la lomita que comunicaba el potrero con el río, dejando el balde botado y apenas llegó a ver el fuego que empezaba a consumir la casa.
No hacía falta que nadie le explicara nada. En vez de llegar al patio, se escondió en la galera, entrando sin que se dieran cuenta los oficiales de la guardia. Desde una rendija miró a cuatro de los hombres cargar con los sacos hacia el jeep entre risotadas y aspavientos, en un griterío torpe que no podía entender. Sarmiento vio al soldado que llevaba una antorcha con la que había quemado la letrina y el rancho, y ahora venía hacia él. En el camino, el guardia se tropezó con el cuerpo de Fulgencio y le pegó una patada. El odio puro que solo puede arraigar un niño, nació dentro de Marcos, que en medio de aquella visión de terror se daba cuenta ahora de porqué había que matarlos. El hombre se acercaba, Marcos lo vio con toda claridad, era alto y moreno, joven, muy joven, talvez solo un poco mayor que su hermano. Lo vio quedarse de pie a un lado de la galera y lo vio levantar el brazo. Acercó la tea a una de las puertezuelas de la galera donde había un mecate, que sin duda ardería rápido, y entonces, la estructura, como una yesca, se dejaría abrazar por el fuego, quemando todo.
Marcos dio un par de pasos hacia atrás, las ternerillas que poco antes había alimentado con su hermano estaban inquietas por el humo que se metía ya en la galera, y al verlo empezaron a bramar.
El soldado vio con desasosiego que la cuerda no tenía la llama suficiente para poner a arder la galera tan rápido como quería, entonces, decidió entrar y prenderle fuego desde adentro. Lo vio moverse y recordó el revólver, y recordó dónde estaba, y recordó como era que lo había agarrado su hermano.
El soldado entró batiendo la tea en la mano. Marcos sostenía el revólver con la convicción de no perder el segundo que tenía de ventaja y al ver al hombre entrar de golpe disparó.
La cabeza del guardia se hizo bruscamente hacia atrás y cayó muerto. Marcos alcanzó a ver el instante en que el rostro desfigurado del guardia lanzaba una última mirada de sorpresa.
La ira, el miedo, el fuego, despertó en Marcos todas las fuerzas que tenía dentro, y entendió que no podía estar ahí. Lo había matado, había matado a un hombre, ahora, algo dentro de él, le gritaba que debía correr. Salió de la galera pasando por encima del cuerpo y dio vuelta a la galera, donde se encontró con los cuerpos de su familia tirados en el suelo. El terror se apoderó de él, ya no tenía nada que hacer allí. Una fuerza interna lo hizo reaccionar, y con los ojos anegados en lágrimas, salió en carrera hacia los potreros.
Los demás guardias escucharon el disparo. El teniente llamó a gritos al soldado regañándolo por desperdiciar las balas, pero luego de dar voces dos veces y no obtener respuesta, cayó a la cuenta de que evidentemente aquél sonido no era el del arma de reglamento.
Al no tener respuesta, el teniente dio la voz de avanzada, por un segundo tuvo miedo de que se tratara de una emboscada, y que el maldito corral estuviera lleno de guerrilleros.
Tres de los guardias avanzaron, silenciosos, con el temor amarrado a sus botas, apuntando hacia el frente. El sol del medio día alimentaba el fuego en la casa incendiada de los Sarmiento. Sabían que podrían encontrar cualquier cosa. Al pie de la galera estaba tendido el oficial de la guardia, con el rostro despedazado, y la tea a un lado, ardiendo.
Marcos había iniciado la fuga corriendo en dirección a la quebrada. Uno de los soldados lo vio cruzar como un rayo el potrero y disparó dos veces. Fueron por él, Marcos corría tan rápido como podía, saltó la cerca que dividía la propiedad y se metió en el pastizal donde tres vacas flacas y el torete de Aparicio Arrendera lo miraron atónitos cruzando el potrero, dio la vuelta a un guayacán que le restaba espacio al horizonte y cruzó la quebrada de la que pocos minutos antes había recogido agua. El cielo se había vuelto quebradizo y una bandada de garzas, tal vez la misma que había visto antes, cortó en dos el firmamento.
Bienvenidos al blog de Demonios en la memoria.

Este sitio es un refugio para leer los avances de la novela que lleva el nombre del blog. Espero guste más que esta entrada.