Al dar la vuelta al Cerro del Olvidado, encontré en un recodo del camino al niño que había dejado justo allí cuarenta años atrás. Lucía una barba larga y canosa, su ropa eran andrajos, la piel tostada, las rodillas flacas y en sus ojos se veía el cansancio de los años. Estaba parado frente a la gran piedra, en trance, murmurando desde sus dientes sucios, una y otra vez "ábrete sésamo", pero la piedra no se abría.
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